Debajo del quitasol hay un ladrido. Los cartones para tapiz de Goya, de colores luminosos y aire optimista, no siempre son tan ligeros como parecen. Aunque los asuntos que tratan son propios del gusto del s. XVIII, la mano de Goya los lleva a lugares algo ambivalentes, que nos sugieren preguntas no del todo cómodas. Si vemos un niño podemos preguntarnos por qué va descalzo; si en el paisaje hay un castillo, podemos imaginar dónde está y si existe realmente; si hay un animal, podemos observar si es peligroso. En una escena costumbrista podemos fijarnos en el horizonte y preguntarnos: ¿quién está trabajando? ¿Quién mira al espectador? Frente a artistas que ya habían hecho composiciones similares como David Teniers, Michel-Ange Houasse o Louis- Michel van Loo, Goya da un paso más. Se da cuenta de que no todo es como parece, ni como nos lo cuentan. Cualquier situación envuelve luces y sombras: no trabajar no siempre es negativo; no tener escalera para subir al árbol, tampoco. La infancia no siempre va acompañada de juegos y risas. Goya es un artista moderno porque sabe captar la complejidad de algunos temas y de su representación. Sabe hacer de una orden una posibilidad. De un encargo, una invención. De un cuerpo, un apoyo. Después de todo, pintar es llenar un lienzo vacío de cosas que antes no había. Hacer de la nada un mundo. Convertir un boceto – que servirá de modelo para tejer un tapiz– en una obra con valor en sí misma.