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CULTURA
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Pequeños pacientes, grandes lectores

Ella

Autora: Valentina, 16 años
Escrito en el Aula Hospitalaria del Hospital Infantil Niño Jesús (Madrid)
Emociones que encontrarás en este cuento: alegría, sorpresa, tristeza
[Una historia relacionada con la problemática transgénero]


Y entonces abrió los ojos. Y observó. Y escuchó. Y respiró. Y sintió. Por primera vez. Observó desde ese parque el cielo, que a esa hora estaba teñido de miles de colores distintos. Apreció el reflejo de la luz en los cristales de cuatro torres y una quinta en construcción, que llamaban la atención más que el resto de edificios, y el verde que cubría prácticamente todo lo que su vista alcanzaba.
Escuchó el canto de los pájaros, y el ruido de los pocos coches y aún menos personas que cruzaban las antes ajetreadas calles de la ciudad.
Respiró aquel aire fresco, casi sin contaminación.

Sintió la libertad y la calma de solo tener su propia compañía, de poder dejar a sus pensamientos volar libremente, sus ojos recorrer paisajes que no había visto en semanas, oler fragancias que hacía tanto tiempo que no percibía, mirar al cielo descubierto sin ser a través de una ventana, poder caminar libremente sin la limitación de cuatro paredes y un pasillo.
Por primera vez desde que se anunció la cuarentena, pudo salir a ver la belleza y la repercusión positiva que la misma había tenido en su ciudad.
Y, por primera vez en toda su vida, se detuvo a realmente fijarse en los pequeños detalles que ignoraba por completo hace tan solo tres meses, de la ciudad en la que llevaba toda su vida viviendo: Madrid.

Sintió la libertad y la calma de solo tener su propia compañía, de poder dejar a sus pensamientos volar libremente, sus ojos recorrer paisajes que no había visto en semanas

De pronto escuchó algo a su lado y giró la cabeza. A pocos metros estaba sentada una chica con el brazo extendido, ofreciéndole una mascarilla.

–Aún no son obligatorias, pero pensé que tal vez querrías una –le dijo con una sonrisa amistosa.

Tras cogerla y dedicarle una pequeña sonrisa, volvió la mirada al paisaje. Discretamente, por el rabillo del ojo, se fijó en la ropa que portaba. Lo que más le llamó la atención fueron sus calcetines. No porque fueran coloridos, y mucho menos por los ridículos dibujitos que tenían, sino porque los susodichos eran idénticos a los suyos. Le sorprendió, dado que solo había una o dos tiendas que los vendieran en toda la ciudad, y habían sido un regalo hacía tiempo de una colección que solo duró una semana en venta al ser “edición limitada”, pero decidió no darle importancia.

–¿Sueles venir por aquí? –preguntó la chica. A pesar de no estar del mejor humor ni querer hablar con una extraña, le respondió sinceramente, contándole que no vivía demasiado cerca, por lo que no venía demasiado a menudo.
Se fijó en el cielo, donde los pájaros volaban y cantaban libremente, y se preguntó cómo sería ser uno de ellos.
–No estaría mal, ¿verdad? Ser un pájaro; poder volar, vivir sin más preocupación que aquella de buscar ramitas para tu nido –dijo la chica, mirando también hacia arriba.
–No, la verdad es que no estaría nada mal… –dijo, de nuevo con sorpresa y curiosidad–. Siempre quise poder volar, sentir el viento…
–…acariciar tu piel –completó la frase la chica.

Se quedaron en silencio, imaginando lo agradable que la sensación debería ser.

–Yo también hacía boxeo –interrumpió sus pensamientos la chica. Ante su mirada de confusión, continuó– Tienes heridas en los nudillos por el boxeo, ¿no? Yo también lo hacía antes –dijo, mientras le mostraba sus manos, que tenían llamativas cicatrices. No respondió nada; simplemente observó en silencio sus manos, imaginando que las suyas acabarían así también.
–Hoy se cumple un año desde qué adopté a mi gata, ¿sabes? –dijo la chica.
–¿En serio? –preguntó, con repentino interés– ¿Y cómo se llama? Siempre quise una gata llamada…
–Se llama…
–Salem –dijeron a la vez. Volviéndose, se miraron a los ojos. Qué extraña coincidencia, pensó. Es la primera vez que conozco a alguien a quien le gusta también ese nombre. La chica se rió encogiéndose de brazos, como si quisiera restarle importancia.

–No estaría mal, ¿verdad? Ser un pájaro; poder volar, vivir sin más preocupación que aquella de buscar ramitas para tu nido –dijo la chica, mirando también hacia arriba.

Las preguntas aleatorias continuaron, y todas ellas fueron respondidas con rapidez.

–¿No tienes calor? –le preguntó de pronto la chica– Quiero decir, debes estar pasando calor con esa sudadera, parece que te vas al polo norte.

La verdad era que estaba sudando; deseaba llegar a casa, encerrarse en su cuarto y poder ponerse algo más ligero, pero no se lo diría.

–Solo un poco, pero… –dejó la frase sin acabar, no sabiendo realmente qué decir.
–Es difícil, ¿no? A veces cuesta dejar esa ropa tan cómoda, que sientes que puede protegerte del mundo, y tapar lo que escondes –añadió la chica, poniendo en palabras justo lo que no se atrevía a decir. Se preguntó cómo ella sabría lo que es; ella llevaba ropa ceñida y de colores llamativos, y no tenía pinta de haberse sentido así nunca.
–No quiero sonar desagradable, pero, ¿hay alguna razón por la que te hayas acercado a mí? –preguntó, mirando a los ojos a la extraña sentada a solo unos pasos de distancia.
–Solamente te vi solitariamente observando la ciudad, y… No sé, supongo que solo parecía que tenías la mirada perdida, como si buscaras o esperaras a algo –. Escuchando atentamente, se preguntó cómo sabría la chica una vez más lo que sentía. Esa era exactamente la sensación que tenía desde hace tiempo, como si siempre estuviera a la espera de que algo ocurriera, aunque nunca supiera qué o quién era eso que esperaba.

Esa era exactamente la sensación que tenía desde hace tiempo, como si siempre estuviera a la espera de que algo ocurriera, aunque nunca supiera qué o quién era eso que esperaba.

–Pero no suele pasarte mucho, ¿no?
–¿Perdón? –preguntó, con expresión confusa.
–Quiero decir, no suele acercarse a ti gente que no conoces para hablar, ¿no es cierto? – Sin palabras en la boca, dejó que la chica continuara hablando –A veces quieres que así sea, pero otras solo quieres que alguien se te acerque e inicie una conversación; deseas que alguien se siente a tu lado, se refiera a ti correctamente y te pregunte cómo te sientes, ¿no es así?
–Perdó…
–Lo único que quieres es que alguien se tome la molestia de preguntar cómo deberían tratarte; qué pronombres y nombre deberían elegir para hablar contigo –interrumpió su frase la chica.
Y de nuevo se preguntó cómo sabría ella de ese sentimiento. Ella parecía tenerlo todo tan claro, tan resuelto, tan fácil…

Solo quieres que alguien se te acerque e inicie una conversación; deseas que alguien se siente a tu lado, se refiera a ti correctamente y te pregunte cómo te sientes

–Pero aún así, no serías capaz de responder, ¿verdad? Si por una vez alguien se tomara el tiempo de preguntarte, no sabrías dar una respuesta concreta. ¿Es desesperante, no es cierto? –continuó la chica–. El ir a clase cada día, escuchar los comentarios a todas horas y por todas partes. Tener que vestirte con ropa holgada para cubrirte, sintiendo que un trozo de tela podrá protegerte, pero no es así. Porque la ropa no es un escudo, las palabras siguen clavándose en tu piel, haciendo heridas que dejarán cicatrices. Pero lo peor no son los comentarios, los nombres y las miradas de la gente; lo peor es no saber cómo te sientes, despertarte un día y no saber cuál es tu verdadero nombre. No saber si eres una chica o un chico, no saber a qué vestuario entrar o en qué sección del Pull & Bear mirar. No saber cómo quieres que se refieran a ti, o cómo referirte a tu propia persona. Lo peor es la confusión, que solo aumenta y aumenta.
–Perdona, pero no entiendo nada de lo que está pasando –dijo, con lágrimas inundando sus ojos ante todos los recuerdos– ¿cómo…?
–¿No lo ves? –preguntó la chica, a la vez que se quitaba la mascarilla.

Lo peor es no saber cómo te sientes, despertarte un día y no saber cuál es tu verdadero nombre.

Sin palabras, observa su cara. Sus ojos, idénticos a los suyos, sus pecas, y aquel lunar único justo debajo del labio. A la vez que la chica se descubrió el tobillo, observó la indiscutiblemente idéntica mancha de café que había en el calcetín derecho; la misma que había en los que llevaba en ese momento.
Con desesperación, se puso de pie y trastabilló hacia atrás, incapaz de mantener el equilibrio, sin entender nada.

–Soy yo –dijo con voz suave la chica, acercándose y extendiendo sus brazos–, no tienes de qué asustarte. Sé por lo qué estás pasando, sé lo que es despertarte cada día con la misma confusión, con la misma poca energía y ganas de todo, pensar que nada de esto merece la pena, y replantearte toda tu vida aún sin salir de la cama. Pero vengo a prometerte que todo va a estar bien. Pronto vas a entender cómo y por qué te sientes como lo haces.

Hizo una breve pausa, y con voz temblorosa continuó:
–Sí, será difícil, no te voy a mentir. Pero merece la pena, te prometo que al final, vamos a estar bien –afirmó, estrechándose fuertemente entre los brazos.
–Todo va a estar bien.

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